Los días
A veintitrés años, al frente de un mal incurable, Simona ha descubierto el verdadero sentido de la vida.
Querido Lector,
Te ofrezco mis veintitrés años, mi juventud para que otros Te conozcan. O mi Señor, envía Tu Espíritu sobre mí para que no reniegue esta cruz. Hazme mirar tu cara y consumirme en el amor... y de la consumación nacerá la vida, quizás la curación... esto no lo sé... Mi buen Jesús, padre, amigo mío. Hágase tu voluntad. Es para la vida eterna que Te pido vivir. No para la muerte...
De esta forma Simona, a algunos meses de su muerte escribía en su diario. Dejándonos un testimonio asombroso. A veintitrés años, frente a un mal incurable. Simona ha descubierto el sentido verdadero de la vida: un don para los otros para que otros Te conozcan.
He leído este testimonio de Simona al término de la homilía de los difuntos en el gran cementerio monumental de nuestra ciudad abarrotado de fieles. Me ha sembrado un testimonio ejemplar para todos nosotros que, yendo a visitar a todos nuestros queridos difuntos, hemos buscado una respuesta a aquel dolor. A aquella prueba que es la desaparición de una persona querida. A la conclusión de la propia existencia con la muerte.
La atención y el silencio de la audiencia me han dado la medida de cuánto la fuerza de la fe encarnada en el sufrimiento pueda implicar nuestro espíritu y abrirlo a una auténtica dimensión de la esperanza. El mismo testimonio he intentado proponer a una madre en lágrimas: su hija desde hace meses va arriba y abajo por toda Europa en un peregrinaje de esperanza a la gran luz de la ciencia médica. Pero a pesar de los sacrificios, el amor, el esmero, parece que las esperanzas estén siempre disminuyendo debido al progreso del mal. Si disminuye la esperanza en la participación de los hombres, no puede venir a menos la confianza y la esperanza de Dios. Pero este paso es difícil porque la mente y el corazón se rebelan al frente de una vida que viene puesta al riesgo; parece imposible que una joven vida pueda ser martirizada cuando todavía se está abriendo en la existencia.
L'articolo a pagina 2 del settimanale diocesano
Seguro el testimonio de Simona tiene una carga singular, es la dimensión de la vida que se dilata en un don de amor que supera también la misma naturaleza, el mismo instinto humano para asumir una dimensión de la caridad auténtica. Pero las palabras no son suficientes frente al dolor y a las lágrimas de una madre que ha hecho todo aquello que humanamente era posible hacer para parar un mal que parece incurable. Sin embargo, un espacio, una pequeña apertura en ése corazón adolorado: no todo puede ser calculado en términos humanos, la vida tiene un valor que supera también la propia existencia y se coloca sobre aquello infinito que es presente en nuestro ser finito y limitado.
La esperanza cristiana. Aquí un gran silencio ha interrumpido nuestra conversación. Puedo atestiguar esta virtud, pero no puedo imponerla. Puedo favorecer su búsqueda pero no puedo ofrecerla gratuitamente. En ese momento, he pensado que la única esperanza pudiese pasar a través el compartir: el hacerse cargo de los sufrimientos de... Como si fuese mi hija, como si el dolor de esa madre fuese mi dolor para hacer que mi esperanza pudiese ser también la suya. Pronto he comprendido que no era una operación sin dolor o cómoda. Sufrir con quién sufre, según la máxima Paolina, no es una operación fácil; el compartir debe entrar dentro, debe producir el mismo dolor, debe hacer vivir el mismo tormento, la misma oscuridad, el mismo miedo. Pero es propio verdad, me he preguntado alejándome en silencio de esa casa, si soy capaz de tanto o soy víctima del miedo a sufrir, de pensar siempre que no es mi sufrimiento si aquellas lágrimas no me pertenecen y... así diciendo.
Si no consigo a hacerme venir lágrimas verdaderas a los ojos, miedo verdadero en el corazón, completa oscuridad en la mente, no puedo decir que comparto, que participo... ¡Simona lo había conseguido y se había donado!
don Tonio Tagliaferri, NuovOrientamenti, 12 Noviembre de 1989